12 de octubre de 2024

Tranquilidad interrumpida. Cuento.

  

La tranquilidad interrumpida

Era el último sábado de marzo, por la tarde, cuando sonó, tímidamente, el timbre de su apartamento. Andrea creyó, por un momento, que era solo producto de su imaginación. Estaba absorta en su estudio, escribiendo el tercer capítulo de su tesis de maestría. Unos segundos después el timbre volvió a sonar con más determinación. Ella se sobresaltó. No esperaba a nadie. ¿Quién podía ser? Su instinto –que al decir verdad no tenía muy desarrollado- se despertó y la empujó a la cocina a sacar un cuchillo. Su corazón empezó a latir con fuerza presintiendo la llegada del peligro. En su vida, tan tranquila y relajada, esa no era una posibilidad. Pero en este mundo en que vivimos cualquier día puede suceder algo que rompa la cotidianidad y la vida tome un curso inesperado.

El timbre volvió a sonar por tercera vez, pero el tono era distinto, parecía más amigable. Ella bajó la guardia. El barrio donde vivía era seguro. ¿Por qué alarmarse? No obstante, sintió un extraño escalofrío en la espalda. La paranoia no era un estado natural en su mundo casi perfecto. Pero sólo reflexionaría sobre ello unos días más tarde. Entonces, sin pensarlo, abrió la puerta.

Un hombre joven, pero desconocido, con una sonrisa encantadora estaba al otro lado de la puerta. “Buenas tardes señorita. Disculpe que la moleste a esta hora”. Como su instinto seguía inusualmente despierto, apretó el arma que tenía en su mano y la puso de tal modo que el recién llegado la viera. Él, que tenía sus planes, miró el cuchillo y solo atinó a decir, en tono jocoso: ¿No pensará usarlo conmigo?, ¿verdad? Y soltó una risa contagiosa y dejó ver sus manos limpias. – “Soy, soy su vecino, vivo en el apartamento que queda justo arriba del suyo. Me llamo Alejandro”. Segundos de silencio inundaron la atmósfera incierta del relajado espacio en que vivía Andrea. “Disculpe. Tuve, tuve un extraño presentimiento. Dejaré el cuchillo en la cocina”. Soltó estas palabras con asombrosa lentitud. Se sentía como extraída involuntariamente de su burbuja de cristal y pensó que el miedo que sentía era producto de su imaginación.

El hombre entró sigilosamente mirando con un rápido movimiento de su cabeza todo el apartamento. Supo que la linda y atemorizada chica estaba sola. Por supuesto, ya lo sabía, pero era bueno comprobarlo. No obstante, se sintió extrañamente observado. En aquel apartamento sí había dos cámaras ocultas, pero estaban apagadas en ese momento.

- “No te quiero molestar. Sólo necesito un poco de sal”.

- “¿Perdón?” Una petición demasiado extraña. No era de noche. El aparecido podía ir a comprar sal a cualquiera de las dos tiendas que quedaban cerca del edificio.

- “Que si me puedes regalar un poco de sal”.

- “Si, si, no hay problema. Pero me temo que no tengo una bolsa donde echarla”.

- “Yo traigo una. “

- “Eh… Ven a la cocina”

Él se acercó mirándola con un dejo de ternura y de sarcasmo al mismo tiempo, pero ella no lo percibió tan claramente. No sabía bien que pensar. El hombre parecía un tipo buena gente y hasta bien parecido que sí era, pero una vocecilla interior le decía que no confiara demasiado. De pronto lo vio muy cerca y ella sólo atinó a dar unos pasos atrás. Ya con el tarro de sal en la mano se irguió lentamente y lo miró a los ojos, tratando de decirle, “no te sobrepases”. Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda.

-          “Mmm… Acércame la bolsa y yo te pongo un poco… ¿Cómo cuánto necesitas?”

-          “Realmente sólo lo suficiente para darle sabor a una sopa que voy a preparar. Te puedo invitar a probarla luego”.

-          “Gracias, pero estoy muy ocupada en un trabajo para la universidad”.

-          “Comprendo…”

-          “Perdona, pero de verdad estoy muy ocupada y no me gusta aceptar invitaciones de extraños. No sé quién eres ni qué haces con tu vida.”

-          “Sí… por supuesto. Tienes razón. Yo ahora estudio administración de empresas en la Javeriana. Voy en noveno semestre ya. Soy de Cartago, Valle”. “¿Quieres saber algo más?”

-          “Por ahora no. Gracias”. Un silencio incomodo se interpuso entre los dos. “Mira, aquí tienes la sal. Espero que sea suficiente”.

-          “Sí. En realidad, es más de lo que necesito, pero me servirá para preparar otros platos que espero tengas tiempo de probar”.

-          “Ya… Mira, la verdad quiero seguir con mi trabajo. Si eso es todo, te agradezco que me dejes sola”.

El teléfono de Andrea sonó para romper la atmósfera extraña y tensa que se había asentado en su apartamento. Alejandro, entre tanto, sintió de nuevo que alguien los observaba y, por un momento, creyó estar paralizado.

-          ¿Aló? Buenas tardes (…)

-          Hola Andrea, ¿cómo estás?

-          Ah, Eduardo, que milagro que me llames.

-          Estoy cerca de tu apartamento y quería saber si puedo pasar.

-          Claro, claro que sí. Estoy con un vecino, pero ya se va. Lo dijo con un tono más fuerte, mientras miraba al piso.

-          Listo, llego en máximo diez minutos. ¿vale?

Ella colgó, esperando que el tal Alejandro se marchara de inmediato. A pesar de la sonrisa conquistadora que tenía, le generaba desconfianza. El instinto femenino casi nunca falla.

-          ¿Un amigo tuyo?

-          Sí, viene para acá. Estaba en el gimnasio y quiere que salgamos a comer.

-          Claro. Comprendo. Entonces, lo mejor es que me vaya. Lo dijo con la voz algo temblorosa.

-          Sí… dijo ella escuetamente, con una sonrisa fingida tratando de disimular el miedo que sentía.

De nuevo el silencio habitó el espacio enrarecido de ese apartamento en el que Andrea llevaba ya dos años viviendo y en el que se había familiarizado con la soledad, con los libros y la comida congelada.

Ella nunca lo había visto. De eso estaba segura. Ella andaba en su mundo, pero no era muy consciente de que la realidad es más grande que las palabras y las ideas perpetuadas en los libros y va más allá del estudio sistemático de un problema. El conocimiento es importante. Así lo creía ella, con todo su corazón y toda su mente. Pero se percató en esos segundos de silencio que desconocía muchas facetas de la realidad que la circundaba. No es que confiara demasiado en la gente, la verdad no; más bien le importaba poco lo que pensaran o hicieran los demás con sus vidas. Unos días después, al rebobinar los hechos de esa tarde, se dio cuenta que socializar y conversar es importante para entender el mundo y… para sobrevivir.

-          “Mira… me gustaría seguir hablando contigo, pero la semana que viene tengo mucho trabajo y debo aprovechar este fin de semana para adelantar mi tesis. Esto es como un karma que parece no tener fin… No sé si me entiendas”.

-          “Creo que sí. No te preocupes. He venido sin avisar y ya me has hecho un gran favor… Así que gracias y, bueno, creo que mejor me despido”.

-          “Gracias. Feliz tarde”.

-          “Igualmente. Que te inspires con lo que estás escribiendo…. ya nos veremos”.  

 Mientras decía esas palabras salió sigilosamente, casi de la misma manera como había entrado, con la navaja intacta y su mano derecha como entumecida. No le dio tiempo a Andrea de dar alguna respuesta. Pero ella se quedó inmóvil, mirando fijamente la puerta abierta y se sintió como desnuda, sola y abandonada. Por una extraña razón que no lograba comprender sintió ganas de llamarlo e invitarlo a quedarse, a seguir conversando. Se estaba volviendo una mujer demasiado solitaria. A excepto de sus encuentros esporádicos con Juliana y con Eduardo, no tenía más amigos con quienes compartir. Nunca se había sentido mal por ello, no hasta ahora. Pero de nuevo sintió un escalofrío, un miedo escondido, sutil, pero presente, que tampoco supo explicar. Dio unos pasos, cerró la puerta y respiró tres veces atrayendo hacia sí la tranquilidad perdida.

¿Y ahora, dónde iba? Este chico inoportuno me ha hecho perder el hilo. Pensó. Volvió a su computadora, pero el ánimo no la acompañaba para seguir escribiendo. Había algo en el ambiente que parecía ocupar todo el espacio, una energía de paz desconocida, algo que ella no supo entender en ese momento. Entonces, con una leve sonrisa, fue hacia el sofá y cogió al libro que estaba leyendo, pero tampoco pudo concentrarse. Respiró profundo. Luego retornó la calma y pudo sumergirse con todo su ser en la lectura de “¿Qué significa hablar?” de Pierre Bourdiue. Se había propuesto no leer completos ninguno de los libros que había escogido para el marco teórico de su tesis, pero con éste no pudo resistir a la tentación de leerlo de la primera a la última página. Ya había superado la mitad y la tenía atrapada como varias de las obras del famoso sociólogo francés. Sin embargo, sonó el citofono. Era Eduardo.   

 ***

Mientras Andrea intentaba ser de nuevo ella misma y volver a su normalidad, Javier ya había cruzado la puerta e iba caminando por la calle, cavilando sobre lo que le acababa de ocurrir. ¿Qué lo había detenido? Algo muy extraño pasó cuando vio a la chica con el cuchillo y luego, cuando intentó acercársele en la cocina. Y luego, con la llamada del amigo. Y la extraña sensación de sentirse observado. Volvió a hacerse la misma pregunta. ¿Qué lo había detenido? Lo más extraño de todo es que ni siquiera tenía rabia. Más bien tenía ganas de reír y de volver sobre sus pasos. Pero sería mejor otro día. ¿Y por qué le dijo que estudiaba en la Javeriana? Ese no era el libreto. Una sensación de pérdida de equilibrio lo estremeció por unos segundos. ¿Qué tendría esa chica de ojos cafés que lo desvió misteriosamente de su objetivo marcado ya por la costumbre? O mejor decir, ¿por el hábito? Soltó una carcajada. ¿Puede el robo convertirse en un hábito? Tal vez era momento de dejarlo. ¿Es posible convertirse en una buena persona de un momento a otro? Sin motivo aparente, asomó en su cabeza el recuerdo de su viejo amigo Fabio, quien lo indujo en el mundo del robo y la delincuencia, cuando apenas tenía 14 años. Fabio llevaba ya un año en la cárcel y en todo ese tiempo nunca había ido a visitarlo. ¡Soy un mal amigo! Creo que mañana iré a visitarlo y le diré que el destino me llama a tomar otro rumbo y convertirme en un tipo decente. Sí, definitivamente, es hora de cambiar. Siguió caminando con más energía y una sonrisa asomó en sus labios al pensar de nuevo en los ojos misteriosos de Andrea.

Silencio. Las hojas de los árboles sonaban con más fuerza que de costumbre. ¿O era su imaginación, fruto de la confusión de la última inexplicable experiencia? Sintió unos ojos clavados en su nuca, por su costado izquierdo. Alguien lo observaba, pero no sabía desde donde. Sintió, de nuevo, un ligero escalofrío. Su último robo, hace ocho días, no había salido tan bien. La víctima, una joven de tiernos 17 años, había resultado ser una presa resistente y tuvo que atarla con más fuerza que a otras de sus objetivos anteriores.

De repente, de la nada, salió esa voz fatídica que era premonición de que la fiesta se había acabado.

-          Deténgase donde está, Sr. Gómez.

-          ¡Ah! ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Cómo sabe mi apellido? (Maldición, porque admitió que era él…) Miró hacia atrás. Era un agente de policía, de unos 40 años, corpulento. Parece que le gustaba el gimnasio. ¿Los policías van al gimnasio, todos los días?

-          Javier Gómez. Queda detenido por hurto a mano armada en propiedad ajena. Esbozó una sonrisa sarcástica. Me da gusto conocerlo, lástima que sea en estas circunstancias.

No le dio tiempo a escapar. Las esposas atraparon sus muñecas antes de que él pudiera darse cuenta. Además de musculoso, muy ágil con las manos el policía.

-          Viene conmigo a la estación. De inmediato.

Un carro vino tinto, que no era de policía, pero tenía su sirena, se parqueo junto a la acera y sin apenas darse cuenta, Javier estaba sentado y paralizado; una mirada cruel e irónica, como de triunfo, que venía del espejo retrovisor, posada sobre su incredulidad, incapaz de pronunciarse. Se percató que una moto de la policía los escoltaba. ¿Cómo no los vio? Era clarísimo que lo estaban siguiendo.

***

Sábado, ocho días después. Andrea estaba sentada de nuevo en el sofá, tomándose un café y –como algo poco usual- cogió el periódico del día anterior y se puso a ojearlo. Página 5… “Capturado joven apartamentero, denunciado por una de sus víctimas”. Quedó en shock al ver la foto. Era Alejandro, estaba segurísima, pero el pie de foto decía “Javier Eduardo Gómez Pantilla”.  Tuvo que respirar profundamente. Un frio puntiagudo recorrió su espalda, luego sus piernas y saltó a los brazos y a la cara. Era el mismo, no cabía duda. ¿Pero cómo? Leyó el reporte, sin prestarle mucha atención. Por un segundo imaginó todo lo que hubiera podido ocurrir y sobre cómo estaría ella ahora, envuelta en pensamientos de miedo y de tristeza, en su apartamento desolado o en la casa de sus primos o quién sabe dónde. Se había salvado de una tragedia. Sus presentimientos de ese día no eran infundados. Su instinto, su subconsciente o como quiera que se llame, la habían puesto en alerta. Pero no le pasó nada. ¿Cómo explicarlo? ¿Por qué? ¿Por qué ella? ¿Qué fuerza sobrenatural la protegió?

Estaba decidido, se cambiaría de apartamento. Ya lo había pensado, pero ahora lo pondría por obra, de inmediato. Se miró de abajo a arriba en el espejo de la sala y se echó a llorar, luego de unos minutos empezó a reír. Era una chica con suerte. Andrea no era muy creyente, pero a partir de ese día tuvo la certeza de que seres extraños nos acompañan y cuando quieren nos protegen. ¿Por qué empezó a pensar así? Mejor no preguntárselo. No sabría explicarlo, pero esa idea la acompañaría por muchos años más. Claro que ella no lo sabía entonces.  

Aquel día era para celebrar. Tomó su teléfono y marcó el número de Juliana.

Jaime Borda Valderrama

6 de octubre de 2024, nueva revisión después de un año o más. 



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