Estamos ya a pocos días de celebrar en Colombia las elecciones territoriales en las que el pueblo, libre y soberano, habrá de elegir democráticamente a los nuevos representantes a alcaldías, concejos municipales, gobernaciones y asambleas departamentales que dirigirán, para bien o para mal, los destinos de los territorios que componen la variopinta y maravillosa geografía colombiana.
Por lo tanto, estamos ante una nueva oportunidad para renovar a la clase
política. Sabemos que nuestro sistema democrático es imperfecto, pero al menos
aún tenemos democracia. Sin embargo, el panorama no es halagador, entre otros
motivos por la corrupción y la violencia que se ensañan contra la población
civil de esta sufrida y confusa nación latinoamericana.
El problema de la
corrupción es profundo y complejo. Hace parte de la cultura y por eso mismo es
más difícil de erradicar. Se ha normalizado a tal punto que a muchos ya ni les
importa, o simplemente prefieren bajar los brazos y hacerse los de la vista gorda.
El poder del dinero para compararlo “todo”, incluyendo las conciencias, es
aplastante.
Pero la corrupción en si misma no es el problema mayor, sino
las consecuencias de su ejercicio cotidiano; y una de las más graves es todo lo que
genera en el ámbito de la política y que se pone de manifiesto en las épocas electorales como la que
estamos viviendo ahora. Es común oír hablar de las “maquinarias”, como algo
“normal”. Esas maquinarias que hacen que los corruptos, que los mismos de
siempre, se perpetúen en el poder de una u otra manera, es decir, directamente
o por medio de terceros. Y, por alguna razón inexplicable, muchas personas
siguen creyendo que esa es la mejor o la única manera de ejercer el poder en nuestro país.
Esta creencia, junto con las maquinarias, permite que hoy muchos políticos con denuncias
por corrupción estén participando en la contienda electoral y que además tengan
muchas posibilidades de ganar, según dicen las encuestas.
Clara muestra de ello son: el señor Jorge Rey en
Cundinamarca y el señor Alejandro Char en Barranquilla, solo por nombrar dos
casos bien reconocidos a nivel nacional. Es de público conocimiento que estos
personajes han logrado llegar a donde están gracias a sus maquinarias políticas
y a que han comprado a muchas personas con su dinero, o han pagado comisiones
en ocasiones anteriores, y/o prometen pagarlas, a costa del erario público. Y,
no obstante, a pesar de tener conocimiento sobre estos hechos, hay personas que
se dejan llevar por la corriente y terminan votando por cualquier candidato
mercachifle, sin hacer mayores reflexiones sobre las consecuencias presentes y
futuras de su decisión inconsciente (o quizá, sea consciente y no les importe).
Ciertamente, no es fácil terminar con este flagelo, aunque
muchos lo anhelan y un buen número de candidatos lo prometen como parte de sus
campañas. Conociendo la historia y teniendo claridad sobre el hecho innegable que se
trata de un aspecto cultural, ya sabemos que en tres o cuatro años el problema
no se soluciona. Por supuesto, es necesario apuntar a erradicarlo y trabajar
desde ahora por conseguir este noble propósito, pero teniendo presente que la
tarea no es sencilla.
¿Pero habrá una fórmula efectiva para acabar con la
corrupción en Colombia? La respuesta es más bien sencilla: sí, mediante una
buena educación que además de enfatizar en los valores (como la honestidad, la justicia, el respeto, la fraternidad y la responsabilidad), promueva el sentido de
una ciudadanía activa y una democracia relacional participativa. En este
sentido, el sistema educativo en general y las instituciones que imparten
educación en cualquier nivel, en particular, han de inculcar el sentido de la
corresponsabilidad ciudadana, así como el concepto y la praxis de la co-gobernanza.
De otra parte, quiero señalar que la norma que obliga a los colegios a elegir
consejos estudiantiles no ha incidido suficientemente en el sentido de democracia, y esto se corrobora por el hecho de que muchos jóvenes siguen viendo la política y la democracia en sí
misma como algo lejano, que no tiene que ver con ellos. Prueba de esto es el
absentismo en las elecciones y el hecho vergonzoso de que en muchas regiones
sigan reinando, con casi total impunidad, las viejas castas políticas que han
llevado a la nación al estado en el que se encuentra.
La democracia relacional participativa implica que los
ciudadanos no se limitan a ejercer el derecho al voto, sino que lo hacen de manera
consciente y responsable, y que, además, se involucran en las decisiones
políticas, haciendo veeduría ciudadana o participando en las asambleas
departamentales y/o en los concejos municipales, al menos de vez en cuando. No
podemos seguir siendo indiferentes ante las malas decisiones o a ante las
actuaciones nada éticas de quienes nos gobiernan. De otro lado, como su nombre lo indica, este concepto de democracia implica tener en cuenta al otro, le da un valor e invita a relacionarse y a dialogar con otros, independientemente de su postura política. La democracia no es perfecta,
pero es perfectible y ofrece mecanismos de participación que deben aprovecharse
más y mejor.
Cambiar la cultura de la corrupción no es una tarea
sencilla, ni se logra con paños de agua tibia; tampoco hay baritas mágicas para
borrarla del panorama nacional. Necesitamos un cambio radical de
actitud y eso solo se logrará en la medida en que los adultos nos hagamos más conscientes y responsables, y en la medida que se configure un sistema educativo que
promueva el pensamiento crítico, la creatividad (necesaria para imaginar y
construir un mundo diferente) y el sentido de corresponsabilidad. Hay otras habilidades que la escuela debe inculcar, ciertamente, pero por ahora, quiero resaltar solo estas tres. Que continúe el debate.
Jaime Borda Valderrama
14 de octubre de 2023