¿Vamos camino a una dictadura?
Unas líneas algo deshilvanadas, pero llenas de sentido y sentimiento, para llamar a la reflexión. Escucho tus ideas.
Las palabras tienen una fuerza poderosa ya que son capaces de convertir las
ideas en hechos reales, para bien o para mal. Y los políticos de nuestro país
lo saben muy bien, tanto los de un lado, como los del otro. Las palabras tienen
poder. Esto es vital tenerlo bien presente en estos momentos de coyuntura, de
incertidumbre y de desesperanza ante tantos hechos que a diario nos golpean en
la cara, nos quitan el aliento y nos dejan incluso con lágrimas entrecortadas y
con un buen saco de preguntas sin respuesta.
A medida que pasan los días, la situación social y
política de Colombia es cada vez más compleja y, por lo tanto, requiere un
análisis más profundo a fin de comprender las distintas aristas de la situación
y buscar, por todos los medios posibles, soluciones eficaces. Acabamos de
afrontar dos meses y un poco más de un paro nacional marcado por hechos de
violencia, bloqueos y vandalismo, nunca antes vistos.
Sin embargo, no es objetivo quedarse solo en el lado
oscuro de la historia. De manera silenciosa, pero con coraje y amor sincero por
esta patria, muchos jóvenes y personas de las más diversas condiciones sociales,
han ido conformando asambleas populares (presenciales y virtuales) en las que
se han expuesto distintos problemas y se han planteado algunas soluciones.
Infortunadamente, las cosas buenas que han pasado no
muchos las conocen (por no decir que casi nadie) y, por el contrario, solo
recibimos noticias que desatan en nuestro interior sentimientos de dolor (un
dolor muy profundo), rabia, asco e impotencia. Por momentos pareciera que no
hay salida, no hay esperanza de lograr un cambio serio y profundo en nuestra
historia, un cambio para bien, claro está. Urge trabajar por construir una
conciencia colectiva que empuje el rumbo de la historia hacia un país en el que
brille la luz de la fraternidad.
Un alto porcentaje de la población está descontento
por muchas razones con el (des)gobierno de Iván Duque. Una clara muestra de
ello han sido las diferentes manifestaciones que se han dado en varias ciudades
del país, especialmente Cali, Medellín y Bogotá.
Aunado a lo anterior ha surgido un fenómeno social sin
precedentes en la historia reciente de nuestro país, compuesto por tres
elementos diferenciados, pero de una u otra manera, relacionados entre sí: los
“portales de resistencia”, las “primeras líneas”, y las asambleas de participación
ciudadana. En este fenómeno, los principales protagonistas han sido los jóvenes
y, sobre todo, su deseo cada vez más fuerte de un cambio real.
En la actualidad Bogotá es una ciudad caída, destruida
por el vandalismo que se ha ensañado contra todo lo que se atraviesa a su paso.
Igual ha sucedido con Cali, donde las protestas y los estallidos de violencia
han sido más fuertes y alarmantes que en cualquier otra ciudad de Colombia.
Se calcula que las pérdidas causadas por el paro y,
especialmente por los actos desenfrenados de vandalismo, son ya de varios billones
de pesos. A pesar de todo esto (y de otros aspectos sobre los que no pienso
detenerme), el señor Iván Duque, en la inauguración de las nuevas sesiones del Congreso,
el pasado martes 21 de julio, leyó un texto, no sabemos escrito por quién, en
el que dibujó un país donde “todo marcha bien”. Como era de esperarse, han
llovido todo tipo de críticas a su discurso, carente por completo de
consistencia, de seriedad y de respeto. Todas las colombianas y todos los
colombianos que tenemos cierto grado de pensamiento crítico, nos hemos
preguntado: ¿de qué país está hablando este señor?
Pero, es necesario decirlo, el inconformismo acumulado
(a causa de tantas y tantas injusticias y abusos de poder) en el corazón de
muchos colombianos y los actos vandálicos que lo han acompañado, no han sido -
ni mucho menos - los aspectos más protuberantes del reciente paro nacional que
sacudió el territorio patrio.
De la mano de una reforma tributaria completamente
ajena a la realidad estructural de nuestra nación, el supuesto “Estado de
derecho” en el que vivimos, se ha alzado sobre vándalos e inocentes con todo el
poder policivo y militar que lo sostiene. Los excesos de la fuerza pública son,
en mucho, más horrendos y perversos que los propios actos vandálicos, a pesar
del odio y de la insensatez que ha caracterizado a estos últimos, y a pesar de
la terrible destrucción de bienes públicos y privados que han ocasionado en
varias ciudades. A pesar de todo esto, los actos de represión, de detenciones
arbitrarias y de desapariciones, ejercidos por varios miembros de la Policía Nacional
y del Esmad, son más escalofriantes.
La represión por parte de la fuerza pública hacia los
manifestantes y, en especial, hacia los más jóvenes, muchos de los cuales han
salido a protestar pacíficamente, ha sido brutal y, a mi juicio, totalmente
injustificada e inadmisible. Según las evidencias, esta represión ha sido auspiciada
por el gobierno central (¿tenemos un gobierno? No sé, no lo tengo muy claro). Lo
más increíble es que hay muchos ciudadanos que justifican esas arbitrariedades,
esas violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Sí, hay gente que las
aplaude y, peor aún, hay muchos que las niegan o las ignoran por completo.
Vivimos en un país donde las ideas de unas pocas
personas comandan la esfera de los pensamientos y de las acciones. Aunque suene
muy duro decirlo, aún son muy pocos los que nos atrevemos a pensar por cuenta
propia, por fuera de la caja, por fuera de los paradigmas ideológicos, ya sean
los de izquierda o los de derecha. Por fortuna, los acontecimientos de estos
últimos meses indican que nos estamos despertando del largo letargo en el que
estábamos sumidos.
El caos, en Colombia, es total. La incertidumbre es el
pan nuestro de cada día, al igual que las falsas noticias (fake news) y los discursos, de un lado y de otro, cargados de odio,
de cizaña y de cinismo. Es inútil luchar por conocer la verdad absoluta sobre
lo que está sucediendo, debemos entonces esforzarnos, al menos, por conocer lo
más de cerca posible la realidad, por muy dura que esta sea.
En medio de la desazón que nos embarga y de la ola de
violencia que se ha vuelto a desatar en tantos rincones de la patria, varios
líderes políticos y los medios de comunicación (tanto oficiales, como
alternativos), han optado por el miedo como forma de influir en las decisiones
que, como pueblo, podamos tomar, de cara a las próximas elecciones. La derecha
y el gobierno han optado por negar la realidad abrumadora de las actuales
circunstancias y reiterar que la izquierda es un peligro porque de llegar al
poder entonces Colombia se volverá una dictadura igual a Venezuela, o peor
quizá.
Por su lado, la izquierda ha dicho que “ya estamos en
una dictadura” y, lo peor es que tiene evidencias de sobra para sustentar su
tesis, mostrando los videos en los que se registran los abusos que el Estado ha
ejercido no solo contra periodistas y representantes de DDHH, sino contra manifestantes
indefensos.
Como si la situación no fuera ya bastante preocupante,
seguimos escuchando discursos incendiaros de ciertos sectores radicales, tanto
de derecha como de izquierda, que no hacen más que empeorar el panorama general
y avivar el odio y la violencia que nos han acompañado, no solo en estos días
de paro nacional, sino incluso desde los albores de la Independencia. Todo
parece indicar que no hemos aprendido de la historia.
Ahora bien, digan lo que digan muchos sectores afectos
al gobierno, las violaciones contra los derechos humanos que se han dado en
nuestro país desde el pasado 28 de abril hasta ahora son absolutamente
inaceptables, desde cualquier punto de vista, como son igualmente inaceptables
los daños causados a los bienes públicos y privados por parte de algunos
manifestantes insensatos. No obstante, lo primero es más espantoso que lo
segundo.
Antes de responder a la pregunta que ha dado vida a
estas líneas, quiero dejar planteados un par de interrogantes sobre los que
bien valdría la pena hacer una reflexión de fondo: ¿los jóvenes que han
protagonizado los actos vandálicos de estos días podríamos decir que son
“desadaptados sociales”? ¿O será más bien que son unos desesperados que no ven
un futuro claro para sus vidas, por la falta aplastante de oportunidades para
salir adelante, y porque tienen muy poco sentido crítico, ya que no han podido
recibir una verdadera educación de calidad? ¿Los candidatos a la presidencia y
los que se están lanzando ya al Congreso responderían a estas preguntas en un
debate público, abierto y honesto? Amanecerá y veremos.
Tengo la certeza de que hubiéramos construido una
sociedad con una mejor distribución de la riqueza, estaríamos contando otra
historia… Pero ese horizonte no ha estado en los cálculos políticos de los
líderes (¿podemos llamarlos líderes?) que hasta ahora han gobernado nuestra
nación, prácticamente desde su nacimiento como “república libre e independiente”.
Estamos listos ahora sí, para responder a la pregunta
central de este ensayo, artículo o conglomerado de ideas tristes: ¿Estamos o no
estamos en una dictadura? Para responder a este curdo interrogantes, además de
acudir a los hechos conocidos, me basaré en tres premisas: 1) la realidad es
mucho más compleja de lo que parece. 2) La verdad profunda de muchas de las
cosas que han sucedido en este tiempo la desconocemos (al menos yo la
desconozco). 3) Las palabras tienen mucho poder y por eso es bueno usarlas con
sensatez, con sabiduría y con prudencia.
¿Qué se entiende por dictadura? Son muchas las respuestas
posibles a esta pregunta. Para los fines que me propongo, he optado por seguir
la definición dada por Guerra y González (2017) en su libro titulado: Dictaduras del caribe: estudio comparado de
las tiranías de Juan Vicente Gómez, Gerardo Machado, Fulgencio Batista, Leónidas
Trujillo, los Somoza y los Duvalier. Estos académicos colombianos, definen
el concepto de dictadura de la siguiente manera:
“Con dicho término se denomina a un sistema despótico implementado en un
país determinado, donde la arbitrariedad se convierte en norma jurídica, al
margen de la voluntad ciudadana, y quien ejerce el poder, basado en una fuerte
represión, y sin contrapeso de ningún tipo, se convierte en sinónimo de tirano
o sátrapa” (Guerra Vilaboy y González Arana, 2017)
No pretendo ahora hacer un análisis hermenéutico de
esta definición. No es mi objetivo. A la luz de lo expresado por Guerra y
González, me atrevo a afirmar que en Colombia estamos avanzando, sin apenas
darnos cuenta, hacia una dictadura. Ahora
bien, además de recurrir a las definiciones académicas, es necesario comparamos
con otras naciones donde la represión y el totalitarismo son más avasallantes,
tales como Cuba, Venezuela, Nicaragua y Corea del Norte, por nombrar solo algunos
casos.
Quizá muchas personas podrían concluir, con algo de
razón, que hablar de dictadura en Colombia es una exageración o un exabrupto. Pero
mirando más de cerca, despojándonos de miedos y prejuicios, la verdad es que
nuestra situación se va pareciendo cada vez más a la de estos países.
Yo ya he expresado abiertamente mis ideas en algunas
redes sociales y las respuestas que he recibido me han llevado a reflexionar y a
ir más a fondo en el asunto que hoy nos convoca. He hecho un esfuerzo por
entender a quienes dicen que estamos bajo una dictadura y también a aquellos
que no están de acuerdo con esta postura.
A la luz de los hechos, la balanza se inclina más
hacia la desesperanza y la duda. ¿Por qué? Porque desconocemos todos los hechos
y no sabemos la verdad total de las noticias que nos llegan. De todas maneras,
la honestidad me lleva a afirmar que vamos avanzando, peligrosamente, hacia una
dictadura, aunque muchos se obstinen en negarlo. Los que lo niegan tienen
evidencias, pero no se dan cuenta de que esas evidencias hacen parte del teatro
que nos han montado. Digamos que el estado actual de las cosas en Colombia se
asemeja a una tangente, cada vez más gruesa, que rosa el círculo inestable del
desastre definitivo.
Un aspecto crucial sobre el que me quiero detener y
que permite dilucidar, en parte, lo que nos está pasando es el siguiente: ¿Hay una
verdadera libertad de expresión en Colombia? La verdad: no. Sin embargo, hay
que reconocerlo, la censura a los medios independientes no es absoluta, como
sucede actualmente en otros países. Por fortuna, han surgido muchos medios
alternativos que han alzado la voz y nos permiten conocer otros aspectos de la
realidad, distintos de aquellos que dibujan, maquillan o inventan los medios
oficiales. Y, hasta donde sé, por fortuna, esos medios no han sido silenciados.
Pero cuidado. La cuestión no es tan simple, ni tan ‘idílica’.
Existen casos concretos de represión, como por ejemplo el del periodista caleño
José Alberto Tejada o la del joven activista Alejandro Villanueva quien tuvo
que salir del país por las continuas amenazas de muerte que estaba recibiendo.
A estos casos debo agregar el de la comprometida periodista alemana Rebeca Sprösser,
recientemente deportada a su país, de manera arbitraria, por las autoridades
migratorias de Colombia. Y ¿por qué fue deportada? Por apoyar a las “primeras líneas”
de Cali y, sobre todo, por denunciar abiertamente los abusos de la Policía. Todo
esto, me disculparán algunos, pero se asemeja bastante a una dictadura.
Además, los ejemplos que he mencionado, no son los
únicos casos de represión a la libertad de expresión en nuestro país; son los
más conocidos y los más recientes. Aquí ejercer el periodismo a cabalidad es un
acto de heroísmo. Basta con recordar algunos nombres emblemáticos, como Guillermo Cano, Jaime Garzón, Luis Carlos
Cervantes y Flor Alba Nuñez, a
quienes le sigue una larga lista de hombres y mujeres que han dado su
vida por decir la verdad. Infortunadamente vivimos en un narco-país y estas son
las consecuencias.
Según una noticia de “El Tiempo”, diario oficial y,
por supuesto, afecto al gobierno de Duque, publicada en febrero de 2021 (es
decir, casi tres meses antes de comenzar el paro nacional), de acuerdo con un
reporte del Observatorio de Memoria y Conflicto, entre 1958 y diciembre de 2020,
en nuestro país “244 periodistas han sido víctimas de asesinatos colectivos,
149 han sido secuestrados, 23 fueron desaparecidos forzosamente, 3 fueron víctimas de violencia
sexual, 3 perdieron la vida en medio de masacres, 2 sufrieron acciones bélicas
y uno recibió un atentado terrorista”. (El Tiempo, nota de prensa, 9 de febrero
de 2021). Es necesario anotar que estas son “cifras oficiales”. Hay otros casos,
estoy seguro, que permanecen en el silencio y cuyo eco quizá jamás llegará
hasta nosotros.
Es decir, lo de la “libertad
de expresión” no es algo tan cierto como parece; es, más bien, podríamos decir,
como una persiana que se abre y se cierra según las circunstancias. No obstante,
debemos admitirlo, en medio de todo, algo de libertad sí tenemos. Existen
canales tales como Palabras Mayores, Beto Reacción, Radio Polombia (de René
Jiménez), Tercer Canal, Colombia Humana, entre otros muchos, que, sin titubeos,
dicen verdades incómodas y muestran una cara de la realidad que de otra manera
no conoceríamos; una realidad que infortunadamente muchos colombianos desconocen,
y además querrán seguir negando.
Esta escasa libertad debemos
aprovecharla para nuestro beneficio, para montar una resistencia lo
suficientemente fuerte que sea capaz de llevarnos por fin a la libertad. Podemos
hacerlo. Como bien lo anota Hugo Quiroga, en una reseña sobre un libro del
politólogo francés Alain Rouquié, “las
elecciones por si solas no constituyen democracia, se necesita igualmente del
Estado de derecho y del ejercicio regulado del poder”. Aquí entonces entra de
nuevo la duda… En Colombia, en este momento, no hay un “ejercicio regulado del
poder”, ni nada que se le parezca.
La Fiscalía, la Procuraduría, la Contraloría, la
Defensoría del Pueblo y más del 70% del congreso funcionan con el único
objetivo de cubrir las mentiras y los abusos del poder ejecutivo que, como
muchos saben, no depende directamente del Sr. Duque, sino de otro personaje, de
cuyo nombre no quiero acordarme. Por otra parte, el propio Rouquié habla de las
“democracias sin ciudadanos”, una imagen que retrata a la perfección lo que
está sucediendo en Colombia.
Un alto porcentaje de la población cree que su único
“deber” como ciudadano es votar y además lo hace sin reflexionar, sin pensar
con un criterio sólido sobre qué es lo mejor para el país. Aunado a esta
actitud, está el alto porcentaje de ciudadanos indiferentes que prefieren no
votar, no opinar, no pensar. “La política es un asco, eso no va conmigo”. ¡Qué
gran falacia! Todos somos actores políticos, y todos tenemos una
responsabilidad en esa enorme tarea de construir el país que soñamos.
Puede ser que no hayamos todavía caído en las fauces
de una dictadura en toda regla, pero en Colombia no hay una verdadera
democracia y si no tomamos consciencia de ello, tarde que temprano la palabra
puede hacerse una realidad incuestionable y de la que será mucho más difícil
salir, por no decir que casi imposible. Aún estamos a tiempo de salvarnos, de
que la tangente que roza el circulo de la frágil democracia que tenemos se
aleje y sea sólo una sombra lejana, muy lejana. Ojalá que así sea.
No nos dejemos robar la esperanza, y no nos dejemos
llevar por los fanatismos, ni de un lado, ni del otro. No nos contentemos con
escuchar solo a aquellos que piensan igual que nosotros. En lo posible,
escuchemos a todos los candidatos, no sólo a los que puntean en las encuestas. Abramos
la mente y el corazón, con valor y con amor por la patria. No porque pensemos
diferente tenemos que matarnos.
Busquemos, con ahínco, caminos de paz y de
reconciliación. Procuremos entender “la realidad ‘real’, sin maquillajes”, desde
diferentes ángulos, no la que nos fabrican desde los medios oficiales. Creamos,
con todo el corazón, que un país mejor
es posible, y hagamos que ese sueño se convierta en realidad. ¿Quién se
apunta a este proyecto?
Jaime Borda Valderrama
Doctor en Ciencias Sociales de la UPNA