En Colombia
ha estado de nuevo encendido el debate sobre el aborto y los ahora llamados
derechos sexuales de las mujeres. La mecha que lo hizo explotar han sido
algunas declaraciones y campañas promovidas por el actual Procurador de la
Nación en contra del aborto.
No quiero
con mis argumentos convencer a nadie ni tampoco quiero justificar o criticar la
labor de la procuraduría, sólo quiero plantear unas reflexiones para, en lo
posible, abrir otros debates que, a mi modo de ver, están solapados dentro de
este tema tan controvertido. Debo aclarar además que me he decidido a escribir
estas líneas en buena medida como respuesta a todos los comentarios que sobre
este tema se desataron en un foro virtual de eltiempo.com, en relación con un artículo
del 11 de septiembre de 2012 en el que se critica la posición del procurador,
algunos de los cuales me parecieron demasiado beligerantes y sin argumentos realmente serios. También lo he hecho porque, simplemente, quería plasmar mi propio pensamiento
y si lo hago sólo hasta ahora es simplemente porque mis circunstancias
personales no me permitieron hacerlo antes.
Los que
defienden el aborto lo hacen arguyendo unos derechos que las mujeres tienen
sobre su propio cuerpo y sobre lo que cada una quiera hacer con su vida.
Obviamente no se dan cuenta de la falacia que esto encierra. El primer derecho
de las mujeres debería ser más bien no dejarse manipular como objetos
sexuales; si lo analizáramos concienzudamente, es decir, mediante una
investigación seria, llegaríamos a la conclusión de que esa caricaturización
del cuerpo femenino en los medios de comunicación (o quizá sea más apropiado
llamarlos medios de desinformación y aniquilación del pensamiento crítico) es
una de las causas que genera violaciones y embarazos indeseados.
El discurso
actual de quienes defienden el aborto carece además de un componente esencial en
este juego de los derechos: la responsabilidad del hombre en todo este proceso.
¿Por qué muchas mujeres abortan? Porque el hombre no asume la parte que le
corresponde: o bien le exige a la mujer que aborte –en muchas ocasiones mediante la
cobarde violencia machista-, o bien se escabulle y no responde de ninguna manera,
dejando a la mujer sola ante una decisión tan compleja y con tantas
repercusiones para su propia vida.
Defender el
aborto resulta mucho más fácil y más cómodo que rechazarlo. Lo primero nos
libera de un peso, lo segundo nos obliga a asumir responsabilidades sobre nosotros mismos y sobre otros, en especial sobre aquellos que están
más cerca. Un hijo o una hija es siempre una responsabilidad que muchos
prefieren no asumir. Por supuesto es más fácil abortarlo a que dañe nuestros
planes, sean cuales fueren esos planes presentes y futuros (y esto vale tanto
para hombres como para mujeres).
Renunciar a
nosotros mismos, lo que incluye renunciar a nuestros deseos y a nuestros
impulsos, es algo que no enseñan en ninguna parte, a no ser en las iglesias.
Pero incluso para quienes vamos con frecuencia a misa (o a otros eventos
religiosos) es un discurso que para muchos resulta muy exigente y ante el cual
resulta más cómodo decir que eso es algo que sólo atañe a los curas y a las monjas. Aquí
podríamos recordar que “no hay peor sordo que el que no quiere oír”. Esto del
autocontrol es un tema espinoso, pero no me cabe duda de que no ejercerlo es una
de las causas de las violaciones y de los embarazos no deseados. Es mucho más
cómodo dejarnos llevar por el momento, y creer firmemente (como muchos lo aseguran
a rajatabla) que el sexo es la fuente de la felicidad.
Tengo la
certeza de que si le diéramos a la vida el valor que realmente tiene y fuéramos
más conscientes de que no somos dueños ni siquiera de nuestra propia vida,
evidentemente habría menos necesidad de debatir sobre el tema del aborto. Sin
embargo esta perspectiva implicaría un cambio de mentalidad y ciertas acciones
específicas, tales como:
* Mejorar
sustancialmente nuestro sistema educativo -donde lo más importante no sea el
éxito académico sino la formación integral de las personas-;
* Hacer
campañas en las que se valore el verdadero respeto por cada ser humano como un
todo (cuerpo, alma, corazón);
* Promover
políticas serias que favorezcan a las familias constituidas según el orden
natural (tema que merece, por demás, una discusión aparte);
* Promover
y crear programas de radio y de televisión que ayuden a exaltar el espíritu y
la cultura (no la degradación moral, el irrespeto y el dejar hacer, dejar pasar);
* Promover
y crear programas que incentiven la lectura (claro, la buena lectura, la que
culturiza y nos hace más pensantes);
* Abolir la
publicidad explícitamente erótica y sexista;
* Acabar a
toda costa con la pornografía en todas sus manifestaciones, incluyendo algunas
revistas que explotan soterradamente el cuerpo femenino de manera descarada arguyendo
que eso es progreso (cuando en realidad es una degradación absoluta de nuestra
sociedad).
En fin, como
puede verse claramente, son exigencias que le saldrían muy caras al gobierno, a
los medios de desinformación y también a algunos empresarios. Es más
económico, más rentable y mucho más cómodo legalizar el aborto. Estas propuestas que he
expuesto tienen el peligro (para los políticos y para la élite) de que -mediante
estos programas- las personas del común lograríamos desarrollar, de un modo
adecuado, nuestro pensamiento crítico y entonces tendríamos un criterio mucho
más elaborado para debatir en franca lid sobre temas tan complejos como el
aborto. En conclusión, es más sencillo disfrazar el aborto presentándolo como
derecho fundamental de las mujeres que encarar la verdad y llamarlo por su
nombre. Cuesta mucho asumir que las violaciones y los embarazos no deseados son
fruto de una sociedad francamente descompuesta.
¿Y qué
decir de los “fetos con malformaciones”? ¿Y de los discapacitados? … Es un tema
delicado, no lo puedo negar, pero responderé con mi propio testimonio. Yo tengo tres hijos, uno de 7 años, una
hermosa niña de 4 con Sindróme de Down, y otro que tiene apenas un mes de
nacido, pero que ha sido parte de la familia ya desde cuando supimos que lo estábamos
esperando y que ahora mismo llena toda nuestra casa con una alegría difícil de describir.
Si no fuera
por mi hijo mayor no hubiera conocido la dicha de oír todos los días: “papá,
papá, te amo”. Si no fuera por él no hubiera llegado a conocer mis límites como
los conozco ahora y la certeza de que siempre tendré algo que aprender y algo
que superar. Si no fuera por él no hubiera sabido lo que significa realmente
salir de mí para vivir por otro y además experimentar una enorme felicidad
cuando lo logro plenamente. Y si no fuera por él no tendría la posibilidad de
oírlo reír a carcajadas cuando ve algunas películas o cuando lee algunos
cuentos. Escuchar esa risa es algo que no tiene precio.
¿Y de mi
hija con Síndrome de Down? Lo primero que debo decir es que me siento
inmensamente afortunado de haber tenido una hija así. De no ser por ella, estoy
seguro, no sería tan feliz como soy ahora. Cuando ella nació escribí a algunos
amigos: “Ana Isabel ha venido como una joya preciosa para mostrarnos la ternura
de Dios” y he tenido la fortuna de comprobarlo todos y cada uno de los días de sus cortos y
dichosos cuatro años. En aquellos momentos en que todo parce un poco más de
gris que de costumbre, su sonrisa, su inocencia, sus abrazos hacen que el sol
vuelva a brillar. Si no fuera por ella no hubiera conocido un montón de gente
maravillosa que he tenido la fortuna de conocer. Y gracias a ella también me he
vuelto más sensible ante el dolor de otros. Además, dado que a ella todo le
cuesta un poco más, cada logro suyo es una fiesta y por lo tanto un motivo de
alegría.
Sin duda no
todas las discapacidades son iguales. Hay otras más difíciles de sobrellevar.
Alguno podría preguntarse ¿y si hubiera tenido otro tipo de problema, un
retraso más severo, autismo, alguna malformación? Evidentemente, no puedo
contestar a esta pregunta con verdadero conocimiento de causa. Por fortuna
tengo como esposa una mujer con una fe muy sólida y con convicciones bien
cimentadas y a la postre hubiéramos igual afrontado la situación que fuere,
siendo fieles a nuestros principios. Pero, por ahora sólo podemos dar
testimonio de nuestra propia experiencia.
No voy a negar que tener un hijo o una hija con discapacidad, sea física o
cognitiva, implica necesariamente un sacrificio, pero creo que es una experiencia que
vale la pena ser vivida. Tampoco voy a esconder lo evidente: educar a un hijo o a una hija con
discapacidad no es algo sencillo, como tampoco es sencillo educar a un niño o a una
niña de los que llamamos “normales”. Y aquí cabe preguntarse ¿y quién es
realmente normal? ¿Qué entendemos por normalidad?... El problema de fondo es el
mismo: una situación de este tipo nos obliga a salir de nuestra comodidad y a
dar la vida por otro que puede necesitar nuestro apoyo constante durante prácticamente toda su vida. Ante
esta perspectiva resulta más fácil la opción del aborto. Hoy por hoy son pocas las personas que están dispuestas a sacrificarse por los demás; es algo
entendible en una sociedad tan individualista como la nuestra.
En conclusión, desde este rincón de dónde escribo, puedo ver que abortar es el camino más fácil, y se comprende ya que su práctica legalizada -y argumentada de mil maneras, aunque casi todos los argumentos sean falacias disfrazadas de verdades dogmáticas-, nos permite
evadir la responsabilidad de nuestros actos, fundamentando nuestras decisiones en la defensa de una libertad mal entendida. Por otro lado, hablar sobre este asunto
tan polémico, es algo que acapara la atención mediática y logra que, sin darnos
apenas cuenta, terminemos eludiendo otros temas -en mi opinión- más importantes como lo son
la urgencia de construir una sociedad más justa, más fraterna, más
ecológicamente sostenible y en especial una sociedad en la que la vida deje de
ser un derecho por el cual debamos luchar, y en la cual el hombre no olvide de
dónde viene y para dónde va...
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