Cuento para una tarde cualquiera #3
Era una fría mañana de noviembre cuando la vi por primera vez. Poseía una gracia y una belleza cautivantes, una belleza que tenía raíces profundas en su propia manera de ser y de estar en la vida. Me quedé mirándola, no sabría decir por cuanto tiempo, quizá fueron sólo unos segundos, pero fue lo suficiente para que su imagen se grabara en mi memoria y para que ella se percatara de mi presencia. No esquivó mi mirada, como suelen hacer las mujeres bellas que se sienten observadas. No, ella se quedó mirándome e incluso alcanzó a esbozar una sonrisa. Luego, pasó el bus que la llevaría a su destino. Por mi parte, yo debía ir a una papelería, pero, en cambio me quedé allí de pie, como queriendo detener el tiempo y atrapar ese instante para siempre. Casi como un sonámbulo, imaginándola a ella en las más variadas poses fotográficas, deje que mis pies me llevaran hacia una cafetería. Entré, sin saber muy bien lo que estaba haciendo. Salí en algún momento de mi extraña lejanía y camine hacia el mostrador. Saludé sin saludar a la niña que atendía y pedí un croissant con queso y un capuchino y busqué una mesa donde seguir perdido entre mis pensamientos. No podía quitarme de la cabeza esos ojos color miel. Ella era como una aparición, como un ángel de carne y hueso, sin alas, de mirada serena y un silencio hecho de coloquios profundos y eternos.
Volví caminando despacio hacia mi apartamento donde me esperaba Mikala, mi gata. Al abrir la puerta, la vi mirando fijamente hacia la entrada. Parecía que estuviera esperando a alguien más. Ni siquiera se inmutó ante mi presencia. Pero luego levantó su cabeza y me miró, como preguntado, ¿no has olvidado algo? Y, claro, caí de la nube en la que estaba y me acordé que había salido a comprar hojas, lápices y lo demás que necesitaba para renovar mis materiales de trabajo y trazar los bocetos de la casa que estaba diseñando por esos días. A pesar de que ahora todo, o casi todo, se diseña por computador, no logro resistirme a la emoción que ocasiona ver sobre un papel las primeras ideas de un nuevo espacio que llevará mi huella, y que luego será el refugio de alguien más. No hay nada igual a dibujar sobre el papel, como a la antigua usanza, y creo que, modestia aparte, el éxito que he tenido desde que resolví independizarme, hace ya cuatro años, está justamente ahí. A las personas les encanta ver un dibujo “natural” de la que será su casa soñada.
Como a eso de las
seis de la tarde decidí salir de nuevo a caminar. A diferencia de la mañana que
estuvo acariciada por un aire fresco, durante la tarde había hecho algo de
calor y eso se sentía en el ambiente. No obstante, salí con mi chaqueta nueva,
color marrón. Sabía que la sensación térmica de ese momento cambiaría en menos
de una hora o quizá en apenas unos pocos minutos. Del apartamento de al lado salían gritos de
lobo. Una vez más, Jorge le estaba gritando, como un desquiciado, a su mujer, Patricia.
Una relación tan absurda. Ella tendría que haber escapado hace tiempos de esa
tortura, pero cuando intentaba abordarla, la chica –de unos 30 años quizá– se
limitaba a decir que eran problemas de pareja, que él se calmaría y todo
volvería a la “normalidad”. ¿Cuál normalidad? Las personas nos acostumbramos
extrañamente a vivir en situaciones límite que no dejan más que dolor,
angustia, desesperación. Si tuviera más agallas habría ido, timbrado con toda
la rabia posible y con gusto le habría pegado un puño contundente en la cara a
ese miserable. Pero, obviamente, no lo hice. Ni la imagen vívida de esa escena
hipotética, ni el escalofrío que sentí recorriendo mi espalda, detuvieron mis
pasos hacia el ascensor.
Poco a poco la
temperatura iba cayendo. Aunque era sábado en la tarde, igual la gente iba de
prisa y había muchos carros por la calle. En ese momento sentí renacer el deseo
de estar en una casa de campo, en compañía de alguien, de alguien especial,
sintiéndome libremente atado a unos ojos, a unos brazos, pero sobre todo, a un
alma. ¿Pero quién podría ser? Tengo pocas amigas y todas están casadas. Quizá
en el fondo le huyo a los compromisos y por eso sueño con una mujer perfecta
que no existe.
De la nada,
surgió la imagen de la chica, sus ojos y su sonrisa. La voz interior, que todos
llevamos dentro, me susurró algo así como: ¡No tienes idea de lo irracional que
te ves enamorado de un fantasma! Luego, no sé por qué, recordé a Sandra, mi
primera novia. Pero, no sentí nada, ni siquiera un cosquilleo o algo medianamente
parecido. Entonces, de nuevo la voz interior me interpeló: ¿realmente hubo amor
en esa relación? Por supuesto que sí, me respondí. Vino a mi memoria un momento
particular de aquellos días, una reunión con algunos amigos comunes, en la
tarde-noche de un sábado, en su apartamento, bueno, el apartamento de sus
padres, debería decir. Estaba con ella en la cocina, acompañándola mientras servía
algunos pasa bocas. Para ese entonces, llevábamos saliendo como unos 8 meses,
más o menos. Yo la miraba con ternura, pero al mismo tiempo estaba pensando en
otra persona que había conocido hacia poco. Ella me miró y me preguntó: ¿Alejandro,
en qué piensas? Yo me hice el desentendido y le contesté con desgano que no
estaba pensando en nada. De nuevo me atravesó con su mirada y me dijo: “no te
creo, no sé, algo pasa contigo…” ¿Conmigo? ¿De qué hablas? ¿Ahora tienes
poderes psíquicos o algo así? Eso fue como el comienzo del fin. Me costó poco
más de un año reponerme de la huella que dejaron las últimas discusiones con
ella; un sentido de vacío, de perplejidad, de no saber realmente lo que
significaba amar y que en definitiva los amores eternos sólo existen en las
películas, o en los libros. En ese entonces tenía apenas 23 años, pero era de
los que creía haber ya vivido mucho y tener, supuestamente una comprensión
basta de lo que es la vida. ¡Cuánta pretensión!
Después de
caminar unas cuantas cuadras, me encontré de pronto en el mismo lugar donde
había visto a la chica de los ojos color miel. Nunca me había pasado algo así.
En mis ires y venires cotidianos veo tantas mujeres lindas y por lo general no
me vuelvo a acordar de ellas nunca más. Lo normal. Me sorprendía tener su
rostro vivo en mi mente, además con tanta claridad. Pensé, ¡Qué tontería, ya se
me pasará! No sabía, en ese momento, lo que estaba por venir y, ciertamente,
siempre es mejor así... Es necesario y benéfico para el alma y para la mente dejar
que la vida nos sorprenda, para así poder llenar de recuerdos ciertos espacios
vacíos.
Y entonces
sucedió. Fui a parar al mismo café donde estuve la mañana de aquel día.
Se llama “Café Valenka”. El dueño había vivido en Lituania y en Bielorrusia y al
pensionarse decidió abrir un lugar de comidas para recordar esos años inolvidables de su
vida. Es un sitio realmente agradable, acogedor y familiar. Pedí un moka y dos
empanadas y me senté en una de las tres mesas vacías que aún quedaban. De
pronto, se abrió la puerta de la cafetería y allí, como una aparición mágica,
entró ella, con su belleza, su misterio y su serenidad y apenas me vio, sonrió
y dirigió sus pasos hacia donde yo estaba.
Hola. Eh… hola.
¿Puedo sentarme? -Por supuesto, siéntate… Silencio. -¿No te parece muy extraño
que nos volvamos a encontrar, justo hoy? -¿Qué quieres que te diga?, no salgo de
mi sorpresa. Es más, hace apenas un momento estaba pensando en ti, pero no se
me ocurrió, ni por un segundo, que te volvería a ver. Me parece que estoy en un
sueño. ¿Estoy en un sueño? -Ella se rió, con una risa fresca y liberadora.
Claro que no, claro que no. Volvió a reír y dijo esa paradójica frase que no
olvidaré nunca: “aunque podemos imaginar que sí, que estamos viviendo un
sueño”. -Bueno, ¿y cómo te llamas? No me respondió de inmediato, me miró y se
quedó pensando, como si dudara en decirme o no su verdadero nombre. -Laura, me
llamo Laura. Me pareció que lo pronunciaba como cantando, como si en lugar de
decir su nombre más bien estuviera recitando una poesía. -Bueno, ¿Y tú? -Ah,
perdón, me llamo Alejandro. Y entonces, dijo otra de sus frases enigmáticas. -Sí,
ya me lo parecía, tu pinta va muy bien con ese nombre. Por un instante, por una
fracción de segundo, pensé que diría algo más extraño todavía, como “Sí, ya lo
sabía”. Recuerdo ese momento y las otras veces que nos vimos y tengo la certeza
que ella sabía mi nombre y aún lo sigue susurrando, desde el lugar donde ahora
este, enviándome pequeñas oleadas de serenidad.
Oye… Susurré esa
corta palabra buscando la complicidad del silencio entre ella y yo. Luego, no
sabía qué decir. Era una situación surrealista, no al estilo de Borges, sino al
estilo de Lewis o de Tolkien. Dime Laura,
¿qué haces en este lugar? ¿Vives cerca? - Bueno, sí, más o menos. Pasaba por
aquí, tenía ganas de un café y decidí entrar. Quería hablar con alguien y ¡Voilà!,
aquí estás. – Me cuesta creerlo. Además, ¿por qué quieres hablar justo conmigo?
- Bueno, no te hagas el importante Alejandro. Ha sido solo una coincidencia. -
La verdad, no sé, no me lo parece, es más bien como una extraña “diocidencia”… - Ah! Eres creyente, por
lo visto. – Algo así. – Eso suena a que no sabes dónde estás parado. Uno cree o
no cree. ¿No te parece? – Sí, puede que sí. Quizá no es que tenga una relación
muy cercana con… bueno, ya sabes, con Dios. – Ya veo. Todos pasamos por esas
etapas en la vida, pero sea que los sientas o no, Él está ahí, contigo. – Tú,
¿realmente crees eso? La mayoría de las veces pienso que Dios está sordo o que
se pasea por el universo infinito y sólo de vez en cuando se asoma a ver cómo
vamos de mal en peor. – Me da la impresión que realmente lo conoces muy poco. -
¿Y es que acaso, hay alguien que lo conozca bien? – Te aseguro que sí. Pero ese
es un tema que merece otro momento y quizá otro espacio. Hablemos de ti, mejor.
¿Qué haces para vivir? ¿Tienes novia o alguien que te haga saltar el corazón?
Como el río claro
que surca algún valle poco frecuentado, la conversación fue fluyendo suave y
tranquilamente, sin sobresaltos, aunque con una que otra sorpresa para mí.
Recuerdo que le confié una buena parte de mi historia. Ella era como una copa
vacía, extrañamente expansiva, que esperaba que todo el vino posible le fuera
vertido. En esas dos infinitas horas que compartimos, logré conocerme mejor que
en los tres años que estuve yendo con Yolanda, una querida psicóloga que un
amigo me recomendó en uno de esos momentos críticos de mi vida. Las crisis
existenciales hacen parte natural de la trayectoria personal de prácticamente
cualquier ser humano. ¿Habrá alguien, mayor de 40 años, que no las haya vivido?
Estuvimos
saliendo por dos meses y tres días. Bueno, no sé si a esos encuentros casuales
pueda llamarlos “citas” o “dates”,
como dirían los americanos. De hecho, muy pocas personas saben esta historia
que he querido escribir más de una vez, pero siempre algo me detiene. Laura no
cabe en un papel, ni siquiera en una pantalla de cine. Además, si pudiera
contar todos los detalles de lo que me sucedió estando con ella, nadie lo
creería, porque pocos, muy pocos en este mundo pueden creer, ni por un instante
de luminosidad, que el cielo baje a la tierra y nos susurre al oído lo que el
corazón necesita recordar, que estamos de paso, que cada segundo cuenta, que no
somos el ombligo del mundo, pero tampoco somos una piedra olvidada en medio de
la nada.
De igual manera
que hay épocas en que todo fluye, las hay en que todo parece llevarnos a un
abismo o mantenernos en medio de un tornado. De igual modo hay momentos,
incluso segundos en que la vida da un giro inesperado para bien o para mal. Un
accidente grave, la beca que creías que ya no llegaría, un secuestro, una
enfermedad… o una simple palabra o un encuentro único e irrepetible. Pensé que
después de Laura no habría otra historia que contar. Ciertamente, algo igual,
jamás, pero me faltaba conocer a Andrea. Pensé que no era posible encontrar en
una misma persona, todo al mismo tiempo y en las proporciones justas, la
ternura, la sensatez, la calma, la risa, el humor fino, la bondad y la
intrepidez. Yo encontré a esa persona, un año y cuatro días después del primer
día en que vi a mi ángel guardián en una parada de auto bus. No es perfecta,
claro que no, pero, como dijo elocuentemente Pablo Milanés, “es lo que
simplemente soñé”. Por fortuna, no soy
el único que puede decir lo mismo. Algo parecido le pasó a mi amigo Eduardo con
Natalia.
Hoy he vuelto al
café del lituano, para recordar. Desde la época de Laura me he vuelto cliente
habitual de este café. Alexander, su dueño, me saluda efusivamente cada vez que
voy. No es que seamos amigos en realidad, pero siempre me da gusto verlo y al
parecer el sentimiento es recíproco. Bueno, cabe aclarar que no es el único
sitio al que voy para disipar la mente y recordar que la vida está hecha de
instantes y no hay como aquellos pasados con un café y una buena compañía. Andrea
piensa igual que yo. A ella no solo la saluda Alexander, sino también varios de
los y las clientes habituales del café. No podía ser de otra manera. A veces me
dan celos y envidia, pero, poco a poco, estoy aprendiendo a superar estos
sentimientos que si los dejo caminar mucho, dentro de mí, finalmente me
llevaran a una cueva oscura y laberíntica. Y yo estoy decidido a buscar la
luminosidad.
Yo pensaba que el
amor y la fortuna era una dupla extraña reservada a un grupo exclusivo de
personas. La vida me ha enseñado que no, que esas dos piedras preciosas están
diseminadas por el mundo entero a la espera de las almas que son capaces de
abrirse a los aprendizajes continuos, a no dar nada por sentado, a luchar
diariamente por sus sueños, a creer que lo imposible es posible.
Jaime Borda Valderrama
10 de mayo de 2023,
tras muchos meses de
haberlo dejado abandonado
a su suerte
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