16 de diciembre de 2020

A 9 días de la Navidad

Jesús, nos has regalado un año particular, un poco encerrados en casa, pero así nos has dado la ocasión de estar más cerca de nuestros hijos, viviendo entre el temor y la esperanza, entre la incertidumbre y la fe en tu protección. 

Te doy gracias por todo lo que me has dado a lo largo de este año, en especial por la salud. Te pido por todos aquellos que han muerto y los que están padeciendo de alguna enfermedad, sobre todo por la Covid-19 o por cáncer. Dales fortaleza en estos momentos de prueba, a ellos y a sus familias. Acuérdate, muy especialmente, del alma de mi hermano Efraín. Que goce de la paz eterna. 

Jesús, prepara mi corazón para hacer de él tu morada permanente durante el nuevo año que está por comenzar. Te pido por toda mi familia extendida y por todos los amigos que me han apoyado en este año tan lleno de visicitudes. 

Me pongo en tus manos Señor, seguro de que tu Amor nos acompaña (me acompaña) cada día de nuestra vida.  Amén.

 


Día Primero

En el principio de los tiempos el Verbo reposaba en el seno de su Padre en lo más alto de los cielos; allí era la causa, a la par que el modelo de toda la creación. En esas profundidades de una incalculable eternidad permanecía el Niño de Belén antes de que se dignara bajar a la Tierra y tomara visiblemente posesión de la gruta de Belén. Allí es donde debemos buscar sus principios que jamás han comenzando; de allí debemos datar la genealogía de lo eterno, que no tiene antepasados y contemplar la vida de complacencia infinita que allí llevaba.

La vida del Verbo eterno en el seno de su Padre era una vida maravillosa y sin embargo, ¡misterio sublime!, busca otra morada, una mansión creada. No era porque en su mansión eterna faltase algo a su infinita felicidad, sino porque su misericordia infinita anhelaba la redención y la salvación del género humano, que sin Él no podría verificarse.

El pecado de Adán había ofendido a Dios y esa ofensa infinita no podía ser condonada sino por los méritos del mismo Dios. La raza de Adán había desobedecido y merecido un castigo eterno; era pues necesario para salvarla y satisfacer su culpa, que Dios, sin dejar el cielo, tomase la forma del hombre sobre la Tierra y con la obediencia a los designios de su Padre expiase aquella desobediencia, ingratitud y rebeldía.

Era necesario, en las miras de su amor, que tomase la forma, las debilidades e ignorancias sistemáticas del hombre; que creciese para darle crecimiento espiritual; que sufriese, para enseñarle a morir a sus pasiones y a su orgullo. Y por eso el Verbo eterno, ardiendo en deseos de salvar al hombre, resolvió hacerse hombre también y así redimir al culpable.

 


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