18 de septiembre de 2021

¿Y si buscamos, entre todos, una salida?

En estos tiempos que corren, nos movemos entre fuerzas oscuras que, empujadas por el egoísmo y la avaricia, hacen todo lo posible y lo imposible por perpetuarse en el poder económico, político y cultural. Esas fuerzas, sin que nos demos cuenta del todo, quieren mantenernos en la ignorancia y, hasta ahora, lo han logrado. 

El cambio, para que llegue, tiene que nacer del pueblo mismo, con una fuerza superior a la de los maquiavélicos intereses de los poderosos, a quienes nada les importa. El dinero y el poder, infortunadamente, corroen a casi cualquier mortal, mortales que no quieren reconocer su finitud, su límite. Por mucho que logren acumular, al final, un día también les llegará la muerte a su puerta. Pero eso ya no tiene peso en sus conciencias y por ende tampoco en las decisiones que toman. 

El camino del cambio lo tenemos que recorrer juntos, como pueblo, tomando como dirección la fraternidad y como eje la construcción de una democracia participativa relacional. Si seguimos esperando que los políticos cambien la historia, creo que estamos condenados al fracaso.

¿Pero hay manera de lograrlo? 
¿Hay manera de hacer surgir el sentimiento genuino de que somos un solo pueblo? ¿Podremos cambiar la historia, nuestra historia?  Infortunadamente, ahora mismo no tengo la respuesta (además, no creo que haya una única respuesta), pero al menos, dejo la pregunta abierta para que todo el que quiera, ofrezca una respuesta. 

La vida es, antes que nada, una cuestión de elecciones. Cada día, de una u otra manera, tenemos que tomar decisiones, unas más importantes que otras. El momento histórico que vivimos nos llama a tomar una decisión trascendental: o nos ponemos, de verdad, la camiseta de la paz y de la política verdadera (entendida como donación y como servicio), o seguimos mirando para otro lado y preocupándonos sólo por cuidar nuestro pequeño espacio. 

El momento es ahora; mañana, puede ser muy tarde... 

13 de septiembre de 2021

Una reflexión al vuelo sobre la situación política de Colombia

 ¿Vamos camino a una dictadura?

Unas líneas algo deshilvanadas, pero llenas de sentido y sentimiento, para llamar a la reflexión. Escucho tus ideas. 


Las palabras
tienen una fuerza poderosa ya que son capaces de convertir las ideas en hechos reales, para bien o para mal. Y los políticos de nuestro país lo saben muy bien, tanto los de un lado, como los del otro. Las palabras tienen poder. Esto es vital tenerlo bien presente en estos momentos de coyuntura, de incertidumbre y de desesperanza ante tantos hechos que a diario nos golpean en la cara, nos quitan el aliento y nos dejan incluso con lágrimas entrecortadas y con un buen saco de preguntas sin respuesta.

A medida que pasan los días, la situación social y política de Colombia es cada vez más compleja y, por lo tanto, requiere un análisis más profundo a fin de comprender las distintas aristas de la situación y buscar, por todos los medios posibles, soluciones eficaces. Acabamos de afrontar dos meses y un poco más de un paro nacional marcado por hechos de violencia, bloqueos y vandalismo, nunca antes vistos.

Sin embargo, no es objetivo quedarse solo en el lado oscuro de la historia. De manera silenciosa, pero con coraje y amor sincero por esta patria, muchos jóvenes y personas de las más diversas condiciones sociales, han ido conformando asambleas populares (presenciales y virtuales) en las que se han expuesto distintos problemas y se han planteado algunas soluciones.

Infortunadamente, las cosas buenas que han pasado no muchos las conocen (por no decir que casi nadie) y, por el contrario, solo recibimos noticias que desatan en nuestro interior sentimientos de dolor (un dolor muy profundo), rabia, asco e impotencia. Por momentos pareciera que no hay salida, no hay esperanza de lograr un cambio serio y profundo en nuestra historia, un cambio para bien, claro está. Urge trabajar por construir una conciencia colectiva que empuje el rumbo de la historia hacia un país en el que brille la luz de la fraternidad.

Un alto porcentaje de la población está descontento por muchas razones con el (des)gobierno de Iván Duque. Una clara muestra de ello han sido las diferentes manifestaciones que se han dado en varias ciudades del país, especialmente Cali, Medellín y Bogotá.

Aunado a lo anterior ha surgido un fenómeno social sin precedentes en la historia reciente de nuestro país, compuesto por tres elementos diferenciados, pero de una u otra manera, relacionados entre sí: los “portales de resistencia”, las “primeras líneas”, y las asambleas de participación ciudadana. En este fenómeno, los principales protagonistas han sido los jóvenes y, sobre todo, su deseo cada vez más fuerte de un cambio real.

En la actualidad Bogotá es una ciudad caída, destruida por el vandalismo que se ha ensañado contra todo lo que se atraviesa a su paso. Igual ha sucedido con Cali, donde las protestas y los estallidos de violencia han sido más fuertes y alarmantes que en cualquier otra ciudad de Colombia.

Se calcula que las pérdidas causadas por el paro y, especialmente por los actos desenfrenados de vandalismo, son ya de varios billones de pesos. A pesar de todo esto (y de otros aspectos sobre los que no pienso detenerme), el señor Iván Duque, en la inauguración de las nuevas sesiones del Congreso, el pasado martes 21 de julio, leyó un texto, no sabemos escrito por quién, en el que dibujó un país donde “todo marcha bien”. Como era de esperarse, han llovido todo tipo de críticas a su discurso, carente por completo de consistencia, de seriedad y de respeto. Todas las colombianas y todos los colombianos que tenemos cierto grado de pensamiento crítico, nos hemos preguntado: ¿de qué país está hablando este señor?

Pero, es necesario decirlo, el inconformismo acumulado (a causa de tantas y tantas injusticias y abusos de poder) en el corazón de muchos colombianos y los actos vandálicos que lo han acompañado, no han sido - ni mucho menos - los aspectos más protuberantes del reciente paro nacional que sacudió el territorio patrio.

De la mano de una reforma tributaria completamente ajena a la realidad estructural de nuestra nación, el supuesto “Estado de derecho” en el que vivimos, se ha alzado sobre vándalos e inocentes con todo el poder policivo y militar que lo sostiene. Los excesos de la fuerza pública son, en mucho, más horrendos y perversos que los propios actos vandálicos, a pesar del odio y de la insensatez que ha caracterizado a estos últimos, y a pesar de la terrible destrucción de bienes públicos y privados que han ocasionado en varias ciudades. A pesar de todo esto, los actos de represión, de detenciones arbitrarias y de desapariciones, ejercidos por varios miembros de la Policía Nacional y del Esmad, son más escalofriantes.

La represión por parte de la fuerza pública hacia los manifestantes y, en especial, hacia los más jóvenes, muchos de los cuales han salido a protestar pacíficamente, ha sido brutal y, a mi juicio, totalmente injustificada e inadmisible. Según las evidencias, esta represión ha sido auspiciada por el gobierno central (¿tenemos un gobierno? No sé, no lo tengo muy claro). Lo más increíble es que hay muchos ciudadanos que justifican esas arbitrariedades, esas violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Sí, hay gente que las aplaude y, peor aún, hay muchos que las niegan o las ignoran por completo.

Vivimos en un país donde las ideas de unas pocas personas comandan la esfera de los pensamientos y de las acciones. Aunque suene muy duro decirlo, aún son muy pocos los que nos atrevemos a pensar por cuenta propia, por fuera de la caja, por fuera de los paradigmas ideológicos, ya sean los de izquierda o los de derecha. Por fortuna, los acontecimientos de estos últimos meses indican que nos estamos despertando del largo letargo en el que estábamos sumidos.

El caos, en Colombia, es total. La incertidumbre es el pan nuestro de cada día, al igual que las falsas noticias (fake news) y los discursos, de un lado y de otro, cargados de odio, de cizaña y de cinismo. Es inútil luchar por conocer la verdad absoluta sobre lo que está sucediendo, debemos entonces esforzarnos, al menos, por conocer lo más de cerca posible la realidad, por muy dura que esta sea.  

En medio de la desazón que nos embarga y de la ola de violencia que se ha vuelto a desatar en tantos rincones de la patria, varios líderes políticos y los medios de comunicación (tanto oficiales, como alternativos), han optado por el miedo como forma de influir en las decisiones que, como pueblo, podamos tomar, de cara a las próximas elecciones. La derecha y el gobierno han optado por negar la realidad abrumadora de las actuales circunstancias y reiterar que la izquierda es un peligro porque de llegar al poder entonces Colombia se volverá una dictadura igual a Venezuela, o peor quizá.

Por su lado, la izquierda ha dicho que “ya estamos en una dictadura” y, lo peor es que tiene evidencias de sobra para sustentar su tesis, mostrando los videos en los que se registran los abusos que el Estado ha ejercido no solo contra periodistas y representantes de DDHH, sino contra manifestantes indefensos.  

Como si la situación no fuera ya bastante preocupante, seguimos escuchando discursos incendiaros de ciertos sectores radicales, tanto de derecha como de izquierda, que no hacen más que empeorar el panorama general y avivar el odio y la violencia que nos han acompañado, no solo en estos días de paro nacional, sino incluso desde los albores de la Independencia. Todo parece indicar que no hemos aprendido de la historia.   

Ahora bien, digan lo que digan muchos sectores afectos al gobierno, las violaciones contra los derechos humanos que se han dado en nuestro país desde el pasado 28 de abril hasta ahora son absolutamente inaceptables, desde cualquier punto de vista, como son igualmente inaceptables los daños causados a los bienes públicos y privados por parte de algunos manifestantes insensatos. No obstante, lo primero es más espantoso que lo segundo.

Antes de responder a la pregunta que ha dado vida a estas líneas, quiero dejar planteados un par de interrogantes sobre los que bien valdría la pena hacer una reflexión de fondo: ¿los jóvenes que han protagonizado los actos vandálicos de estos días podríamos decir que son “desadaptados sociales”? ¿O será más bien que son unos desesperados que no ven un futuro claro para sus vidas, por la falta aplastante de oportunidades para salir adelante, y porque tienen muy poco sentido crítico, ya que no han podido recibir una verdadera educación de calidad? ¿Los candidatos a la presidencia y los que se están lanzando ya al Congreso responderían a estas preguntas en un debate público, abierto y honesto? Amanecerá y veremos.

Tengo la certeza de que hubiéramos construido una sociedad con una mejor distribución de la riqueza, estaríamos contando otra historia… Pero ese horizonte no ha estado en los cálculos políticos de los líderes (¿podemos llamarlos líderes?) que hasta ahora han gobernado nuestra nación, prácticamente desde su nacimiento como “república libre e independiente”.

Estamos listos ahora sí, para responder a la pregunta central de este ensayo, artículo o conglomerado de ideas tristes: ¿Estamos o no estamos en una dictadura? Para responder a este curdo interrogantes, además de acudir a los hechos conocidos, me basaré en tres premisas: 1) la realidad es mucho más compleja de lo que parece. 2) La verdad profunda de muchas de las cosas que han sucedido en este tiempo la desconocemos (al menos yo la desconozco). 3) Las palabras tienen mucho poder y por eso es bueno usarlas con sensatez, con sabiduría y con prudencia.

¿Qué se entiende por dictadura? Son muchas las respuestas posibles a esta pregunta. Para los fines que me propongo, he optado por seguir la definición dada por Guerra y González (2017) en su libro titulado: Dictaduras del caribe: estudio comparado de las tiranías de Juan Vicente Gómez, Gerardo Machado, Fulgencio Batista, Leónidas Trujillo, los Somoza y los Duvalier. Estos académicos colombianos, definen el concepto de dictadura de la siguiente manera:

“Con dicho término se denomina a un sistema despótico implementado en un país determinado, donde la arbitrariedad se convierte en norma jurídica, al margen de la voluntad ciudadana, y quien ejerce el poder, basado en una fuerte represión, y sin contrapeso de ningún tipo, se convierte en sinónimo de tirano o sátrapa” (Guerra Vilaboy y González Arana, 2017)

 

No pretendo ahora hacer un análisis hermenéutico de esta definición. No es mi objetivo. A la luz de lo expresado por Guerra y González, me atrevo a afirmar que en Colombia estamos avanzando, sin apenas darnos cuenta, hacia una dictadura. Ahora bien, además de recurrir a las definiciones académicas, es necesario comparamos con otras naciones donde la represión y el totalitarismo son más avasallantes, tales como Cuba, Venezuela, Nicaragua y Corea del Norte, por nombrar solo algunos casos.

Quizá muchas personas podrían concluir, con algo de razón, que hablar de dictadura en Colombia es una exageración o un exabrupto. Pero mirando más de cerca, despojándonos de miedos y prejuicios, la verdad es que nuestra situación se va pareciendo cada vez más a la de estos países.

Yo ya he expresado abiertamente mis ideas en algunas redes sociales y las respuestas que he recibido me han llevado a reflexionar y a ir más a fondo en el asunto que hoy nos convoca. He hecho un esfuerzo por entender a quienes dicen que estamos bajo una dictadura y también a aquellos que no están de acuerdo con esta postura.

A la luz de los hechos, la balanza se inclina más hacia la desesperanza y la duda. ¿Por qué? Porque desconocemos todos los hechos y no sabemos la verdad total de las noticias que nos llegan. De todas maneras, la honestidad me lleva a afirmar que vamos avanzando, peligrosamente, hacia una dictadura, aunque muchos se obstinen en negarlo. Los que lo niegan tienen evidencias, pero no se dan cuenta de que esas evidencias hacen parte del teatro que nos han montado. Digamos que el estado actual de las cosas en Colombia se asemeja a una tangente, cada vez más gruesa, que rosa el círculo inestable del desastre definitivo.  

Un aspecto crucial sobre el que me quiero detener y que permite dilucidar, en parte, lo que nos está pasando es el siguiente: ¿Hay una verdadera libertad de expresión en Colombia? La verdad: no. Sin embargo, hay que reconocerlo, la censura a los medios independientes no es absoluta, como sucede actualmente en otros países. Por fortuna, han surgido muchos medios alternativos que han alzado la voz y nos permiten conocer otros aspectos de la realidad, distintos de aquellos que dibujan, maquillan o inventan los medios oficiales. Y, hasta donde sé, por fortuna, esos medios no han sido silenciados.

Pero cuidado. La cuestión no es tan simple, ni tan ‘idílica’. Existen casos concretos de represión, como por ejemplo el del periodista caleño José Alberto Tejada o la del joven activista Alejandro Villanueva quien tuvo que salir del país por las continuas amenazas de muerte que estaba recibiendo. A estos casos debo agregar el de la comprometida periodista alemana Rebeca Sprösser, recientemente deportada a su país, de manera arbitraria, por las autoridades migratorias de Colombia. Y ¿por qué fue deportada? Por apoyar a las “primeras líneas” de Cali y, sobre todo, por denunciar abiertamente los abusos de la Policía. Todo esto, me disculparán algunos, pero se asemeja bastante a una dictadura.  

Además, los ejemplos que he mencionado, no son los únicos casos de represión a la libertad de expresión en nuestro país; son los más conocidos y los más recientes. Aquí ejercer el periodismo a cabalidad es un acto de heroísmo. Basta con recordar algunos nombres emblemáticos, como Guillermo Cano, Jaime Garzón, Luis Carlos Cervantes y Flor Alba Nuñez, a quienes le sigue una larga lista de hombres y mujeres que han dado su vida por decir la verdad. Infortunadamente vivimos en un narco-país y estas son las consecuencias.

Según una noticia de “El Tiempo”, diario oficial y, por supuesto, afecto al gobierno de Duque, publicada en febrero de 2021 (es decir, casi tres meses antes de comenzar el paro nacional), de acuerdo con un reporte del Observatorio de Memoria y Conflicto, entre 1958 y diciembre de 2020, en nuestro país “244 periodistas han sido víctimas de asesinatos colectivos, 149 han sido secuestrados, 23 fueron desaparecidos forzosamente, 3 fueron víctimas de violencia sexual, 3 perdieron la vida en medio de masacres, 2 sufrieron acciones bélicas y uno recibió un atentado terrorista”. (El Tiempo, nota de prensa, 9 de febrero de 2021). Es necesario anotar que estas son “cifras oficiales”. Hay otros casos, estoy seguro, que permanecen en el silencio y cuyo eco quizá jamás llegará hasta nosotros.  

Es decir, lo de la “libertad de expresión” no es algo tan cierto como parece; es, más bien, podríamos decir, como una persiana que se abre y se cierra según las circunstancias. No obstante, debemos admitirlo, en medio de todo, algo de libertad sí tenemos. Existen canales tales como Palabras Mayores, Beto Reacción, Radio Polombia (de René Jiménez), Tercer Canal, Colombia Humana, entre otros muchos, que, sin titubeos, dicen verdades incómodas y muestran una cara de la realidad que de otra manera no conoceríamos; una realidad que infortunadamente muchos colombianos desconocen, y además querrán seguir negando.

Esta escasa libertad debemos aprovecharla para nuestro beneficio, para montar una resistencia lo suficientemente fuerte que sea capaz de llevarnos por fin a la libertad. Podemos hacerlo. Como bien lo anota Hugo Quiroga, en una reseña sobre un libro del politólogo francés Alain Rouquié, “las elecciones por si solas no constituyen democracia, se necesita igualmente del Estado de derecho y del ejercicio regulado del poder”. Aquí entonces entra de nuevo la duda… En Colombia, en este momento, no hay un “ejercicio regulado del poder”, ni nada que se le parezca.

La Fiscalía, la Procuraduría, la Contraloría, la Defensoría del Pueblo y más del 70% del congreso funcionan con el único objetivo de cubrir las mentiras y los abusos del poder ejecutivo que, como muchos saben, no depende directamente del Sr. Duque, sino de otro personaje, de cuyo nombre no quiero acordarme. Por otra parte, el propio Rouquié habla de las “democracias sin ciudadanos”, una imagen que retrata a la perfección lo que está sucediendo en Colombia.

Un alto porcentaje de la población cree que su único “deber” como ciudadano es votar y además lo hace sin reflexionar, sin pensar con un criterio sólido sobre qué es lo mejor para el país. Aunado a esta actitud, está el alto porcentaje de ciudadanos indiferentes que prefieren no votar, no opinar, no pensar. “La política es un asco, eso no va conmigo”. ¡Qué gran falacia! Todos somos actores políticos, y todos tenemos una responsabilidad en esa enorme tarea de construir el país que soñamos. 

Puede ser que no hayamos todavía caído en las fauces de una dictadura en toda regla, pero en Colombia no hay una verdadera democracia y si no tomamos consciencia de ello, tarde que temprano la palabra puede hacerse una realidad incuestionable y de la que será mucho más difícil salir, por no decir que casi imposible. Aún estamos a tiempo de salvarnos, de que la tangente que roza el circulo de la frágil democracia que tenemos se aleje y sea sólo una sombra lejana, muy lejana. Ojalá que así sea.   

No nos dejemos robar la esperanza, y no nos dejemos llevar por los fanatismos, ni de un lado, ni del otro. No nos contentemos con escuchar solo a aquellos que piensan igual que nosotros. En lo posible, escuchemos a todos los candidatos, no sólo a los que puntean en las encuestas. Abramos la mente y el corazón, con valor y con amor por la patria. No porque pensemos diferente tenemos que matarnos. 

Busquemos, con ahínco, caminos de paz y de reconciliación. Procuremos entender “la realidad ‘real’, sin maquillajes”, desde diferentes ángulos, no la que nos fabrican desde los medios oficiales. Creamos, con todo el corazón, que un país mejor es posible, y hagamos que ese sueño se convierta en realidad. ¿Quién se apunta a este proyecto?  

 Jaime Borda Valderrama
 Doctor en Ciencias Sociales de la UPNA







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