1 de septiembre de 2020

Otras pandemias

El coronavirus nos ha encerrado en nuestras casas, en nuestros mundos. Por la fuerza de las circunstancias nos hemos visto obligados al confinamiento y con él la realidad del país se nos ha reducido, para muchos, a un círculo cerrado y diminuto. Un reduccionismo quizá involuntario, pero que nos ha estrechado la mirada. ¿O sólo me ha sucedido a mí? 

    Mientras procuro superar mis miedos y preocupaciones, el mundo sigue girando y las fuerzas oscuras     siguen incendiando los rincones más diversos de nuestro país. Corrupción, indiferencia, masacres sin     sentido. Las noticias se centraron durante varios meses en los avances de la pandemia, mientras las         otras realidades que nos acompañan desde siempre seguían, soterradamente, su curso inexorable.

Colombia, este adorado país lleno de contrastes y de historias marginadas, se mantiene en pie a pesar de la adversidad, compañera fiel de sus días y sus noches desde tiempos inmemoriales. Ahora, bajo el gobierno de un diminuto virus, los problemas sociales y económicos han tomado proporciones inauditas y el Estado sólo se preocupa por mantener a flote la economía de las grandes empresas, tapando con nubes de humo las problemáticas más agudas del pueblo llano y sumiso que parece resignado a su suerte. 

No es un secreto que el Covid ha sido el principal centro de atención de las noticias durante mucho tiempo. Esto nos ha hundido en el miedo y en la indiferencia, sobre todo a los que vivimos en las grandes ciudades o muy cerca de ellas. Pareciera que el mundo se redujo a cuatro paredes, que por otra parte, para un gran número de ciudadanos, ya resultan tortuosas y asfixiantes. Este encierro nos ha alejado de las otras realidades, de aquellos que más están sufriendo, de quienes aguantan hambre, y de quienes a diario mueren por enarbolar ideas de justicia y de equidad. 

Y en medio de la incertidumbre generada por la pandemia muchos han aprovechado la situación para enriquecerse sin pudor. El egocentrismo que nos caracteriza se ha ensañado contra los más vulnerables. Los que hacen un uso indebido de los dineros públicos, aún en medio de las actuales circunstancias, se han dejado arrastrar por las viejas costumbres que enlodan nuestra historia política, económica y social desde hace siglos. Esta es una muestra más de que la ética no se aprende en las aulas y quizá tampoco en las casas. ¿Podremos un día acabar con este cáncer? ¿Cómo interiorizar la ética en nuestra dinámica social? ¿Lograremos un día hacer de la ética un elemento inherente a nuestra cultura? 

Y como si el panorama no fuera ya suficientemente sombrío, reaparecen los que se creen dueños de la vida, los que dan la orden y los que disparan el gatillo y entre unos y otros siguen tiñendo de sangre inocente nuestro suelo. La pandemia no ha frenado en lo más mínimo las masacres de los líderes sociales en varias zonas del país. No puede uno dejar de preguntarse con angustia, con dolor y con rabia, ¿por qué? ¿qué sentido tiene acabar con los que luchan por un país mejor? ¿cómo creer que vivimos en una democracia si la vida no vale nada, sino es posible pensar diferente? ¿tiene futuro Colombia?

Por fortuna sé que en todos los rincones de esta nación convulsa hay gente buena, de verdad, con un espíritu natural de solidaridad y de fraternidad. Saberlo, me devuelve la esperanza. 

Elevo al cielo una oración por los violentos y por los muertos que soñaban con ser libres y liberar a otros. 

Quiero creer que habrá un mejor mañana, sin pandemia, sin indiferencia, sin corrupción, sin masacres; un mañana donde brille la vida, la concordia, la solidaridad, el amor entre los hombres y las mujeres de esta tierra, y el amor y el respeto por la rica naturaleza que se alza altiva y pródiga desde la Guajira hasta el Amazonas.

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